SOBRERREPRESENTACIÓN POLÍTICA Y EL DEBATE PENDIENTE DE LA DEMOCRACIA MEXICANA…Por Adrián Rentería Díaz

Mucho se ha hablado, a veces en modo superficial, del fenómeno de la sobrerrepresentación, como consecuencia del acuerdo tomado por el Consejo General del INE. El acuerdo contiene medidas para evitar que a una fuerza política cualquiera, de acuerdo con lo establecido en la Constitución, se le asigne —para la Cámara de Diputados— una cantidad de escaños que supere el 8 % de la votación obtenida; la cantidad de escaños, obviamente, toma en cuenta la suma total de los diputados elegidos por mayoría relativa (MR) y los plurinominales, elegidos mediante el método proporcional.
El acuerdo, en sustancia, contiene una fórmula que modifica la asignación de los diputados plurinominales vigente hasta hoy, dado que las fuerzas políticas han encontrado el modo de superar el mandato constitucional. A la base de este razonamiento se encuentra la convicción, que me parece compartible, de que ningún partido debe recibir un premio de mayoría más allá de lo establecido en la ley: una posibilidad que, en determinadas condiciones, le pueda inclusive llevar a constituirse como mayoría absoluta en la Cámara de Diputados.
Ilustración: Víctor Solís
Se debe observar, a pesar de compartir el fondo del razonamiento, que de cualquier manera la Constitución admite la sobrerrepresentación hasta el 8 %, algo que personalmente no considero muy democrático, por la simple razón de que en mi opinión un voto debe contar, en un sistema democrático, como un voto, y no más de uno (como sucede con cualquier porcentaje de sobrerrepresentación). En todo caso parece sensato que el INE ha establecido reglas para que los partidos políticos respeten este límite a la sobrerreperesentación. Sin embargo, no parece sensata esta medida desde la perspectiva de un observador cuya militancia en el partido que podría ser afectado por dicho acuerdo, ni tampoco al dirigente político que ve el acuerdo como una amenaza o como un atentado contra su propio partido, y por tal razón se atreve a hablar hasta de exterminio como una medida a tomar contra el INE. Pero sin duda sí es sensato para al observador neutral de las reglas del juego democrático.
Es decir, el acuerdo contiene medidas adecuadas, pero sólo para quien no tiene intereses partidarios de ningún tipo, aunque es necesario subrayar que dado el período en el que se ha tomado —cercano a las elecciones del próximo mes de junio— ciertas objeciones y críticas pueden ser razonables. Más allá de esto, existen otros aspectos que el acuerdo, así como la discusión que ha generado no han considerado en toda su importancia, si se desea comprender plenamente el fenómeno de la sobrerrepresentación, así como su contrapartida, o sea la subrepresentación, y sus efectos en el funcionamiento de una democracia.
Se dice que un partido está sobrerrepresentado cuando su presencia, en término de escaños en una asamblea, supera el porcentaje de los votos obtenidos; mientras que un partido está subrepresentado cuando sucede lo contrario, o sea cuando obtiene menos escaños con respecto al porcentaje de sus votos. Está claro, creo que, por razones diferentes, ambos fenómenos constituyen efectos indeseables en una sociedad democrática fundada en el principio de igualdad, declinado en la idea —se decía antes— de que un voto debe valor solamente como uno; fundada además, como consecuencia, en la convicción de que ningún partido debe obtener más puestos de representación popular de los que le corresponden en función de los votos que obtiene.
La pregunta necesaria acerca de la sobrerrepresentación, me parece, concierne sus orígenes, sus raíces; si no se reflexiona sobre esto se puede llegar al extremo de que alguien tenga la convicción, absurda, de que los diputados plurinominales son la causa de ella. Sorprende un poco, en consecuencia, que sobre este tema en el acuerdo no se diga absolutamente nada, pero sorprende aún más la opinión de muchos expertos, incluidos algunos exconsejeros del INE, con una fuerte presencia en la opinión pública, quienes tampoco se expresan acerca de los orígenes del problema. La cuestión es que la sobrerrepresentación es, en efecto, un problema, y consiste en el efecto perverso de un método electoral, el de mayoría relativa, que asigna el escaño en pugna en un distrito al candidato que obtenga, precisamente, la mayoría relativa, es decir el porcentaje de votos más alto sin ningún umbral mínimo. En consecuencia, si un candidato, de cualquier partido, obtiene el escaño con un porcentaje de votos, supongamos, del 40 %, es proclamado vencedor. El 40 % es un porcentaje consistente, pero en un sistema, como el mexicano, con muchos partidos que presentan candidatos, para cumplir el requisito necesario para participar en la elección proporcional, no es irracional pensar que un candidato puede obtener el triunfo con un porcentaje de votos menor, ya que lo determinante es que todos los demás obtengan resultados peores. ¿Cuál es el problema? Aparentemente ninguno, hasta que nos preguntamos qué sucede con el 60 % de votos restante. La respuesta, muy sencilla, es que los electores que, para su desgracia, votaron por un candidato perdedor, simplemente no obtienen ningún representante.
Si se proyecta este razonamiento a nivel nacional es fácil ver que es aquí donde se crea la sobrerrepresentación (y la subrepresentación); el partido que logra más triunfos de mayoría relativa obtiene, como resultado final, un porcentaje de escaños más alto que su porcentaje de votos, a detrimento de los partidos que menos triunfos obtienen o que no obtienen ninguno. El método de mayoría relativa es la causa del “mal”, la sobrerrepresentación, que el INE afronta en su acuerdo; sin embargo, y aquí está la cuestión verdaderamente problemática, lo hace sin prestar atención alguna a la raíz del problema.
A la sobrerrepresentación se le intentó poner remedio desde la reforma política de 1977 —muchos lo han recordado— introduciendo la figura de los diputados plurinominales, con la intención de que las fuerzas minoritarias tuvieran también una voz en el Congreso; y ese remedio se ha venido afinando en las últimas reformas en ese sentido. Ahora bien, la cuestión de fondo, a la que no se le presta la debida atención es que por si misma la fórmula de los pluris (con la distribución actual de 300 diputados de mayoría relativa y 200 por representación proporcional) no logra su objetivo, o sea reequilibrar un resultado que siempre, en virtud del modelo de mayoría relativa, genera sobrerrepresentación en mayor o menor medida. Precisamente la imposición del límite del 8 % a la suma total de los diputados de un partido confirma esta impresión, pero, al mismo tiempo, la tolera por debajo de ese límite. Un límite, sin embargo, que no ha impedido que los partidos políticos —como lo han evidenciado muchos observadores— hayan encontrado algunas fisuras en el derecho para obtener representantes en la Cámara de diputados muy por encima de su porcentaje de votos y por encima de tal límite.
Como se sabe, las medidas tomadas por el INE deberán pasar el escrutinio del TEPJF, lo que para muchos observadores significa que muy probablemente no entrarán en vigor, dados los actuales equilibrios de poder al interior de este tribunal. Puede ser, en consecuencia, que todo este clamor se disuelva en la nada, envuelto en la situación de emergencia sanitaria y otras “amenidades” cotidianas, y que las cosas sigan igual. Si fuera así, y hay evidentes razones para pensarlo, se tratará de una oportunidad más que se deja en el camino que podría conducir a la construcción de un sistema democrático más robusto. No solo, naturalmente, porque la actual normatividad seguiría permitiendo a un partido superar, utilizando los espacios interpretativos que las leyes ofrecen, ese límite de la sobrerrepresentación, vulnerando seriamente el espíritu democrático; sino también por razones de fondo, aun más importantes.
En efecto, más allá del carácter contingente del acuerdo y del debate posterior, quizá lo que nos debería preocupar se puede resumir en las siguientes observaciones de carácter general, relacionadas con la materia electoral en su conjunto. La primera es que cualquier forma de sobrerrepresentación, en cualquier porcentaje, constituye un serio daño para la democracia, porque genera subrepresentación en mayor o menor medida. En una democracia seria, verdaderamente representativa, no se debería permitir ningún porcentaje de sobrerrepresentación por mínimo que fuera, como medida necesaria para lograr que cada voto tenga el mismo peso y que las minorías estén representadas políticamente en las asambleas. Sorprende, por ello, que no constituya objeto de debate el hecho de que la normatividad electoral, al mismo tiempo que introduce la elección plurinominal para “corregir” los efectos de sobrerrepresentación del modelo de mayoría relativa, la permite por debajo del 8 %.
La segunda es que la sobrerrepresentación genera otro fenómeno, también éste contrario al principio de representación democrática: el abstencionismo. La experiencia demuestra que cuando en una contienda política se prevé a priori quien será el vencedor, el elector —sobre todo el que tiene preferencias diferentes— tiende a alejarse de las urnas. El abstencionismo, hay que decirlo, no suele atraer mucho interés, ni por parte de los partidos políticos ni tampoco por parte de los especialistas académicos. A pesar de que, por ejemplo, en las elecciones para diputados del 2018 (datos oficiales del INE) no votaron 33,122,946 ciudadanos; cantidad que sumada a 2,226,781 y 32,611 de votos nulos y de votos atribuidos a candidatos no registrados, nos dice que el 39.72 % de la lista nominal (89,069,718) o se abstiene o demuestra su desdén hacia las elecciones y la política acudiendo a las urnas pero de hecho no votando. Claro, atribuir la abstención solamente a la sobrerrepresentación sería incorrecto, pues al alejamiento de las urnas contribuye también el recelo, muy justificado, hacia los partidos políticos, pero no cabe duda de que existe alguna correlación. Si, supongamos, la persona P pierde regularmente, jugando ajedrez, con la persona Q, es muy probable que prefiera cambiar de juego: algo análogo puede suceder en el juego democrático. Y si es así, y creo que lo es, no se puede dudar que un alto porcentaje de abstencionismo no es un buen dato con respecto al estado de salud de una democracia.
La tercera observación, finalmente, concierne al enorme descrédito acerca de la representación plurinominal. Un descrédito al que los partidos políticos contribuyen en buena medida, por un lado, colocando en los primeros lugares a personajes cuya actuación en los espacios públicos no les aseguraría el triunfo en un distrito, y, por el otro, alimentando la idea de que los pluris son inútiles y (casi) dañinos para la democracia y que, consecuentemente, habría que eliminar esta parte de las leyes electorales; de algunos partidos políticos, generalmente los más fuertes, emergen periódicamente voces que en este último sentido, porque, es obvio, serían los más beneficiados si el sistema electoral fuera exclusivamente el de mayoría relativa. Al respecto, me parecen oportunas dos observaciones, de las cuales una va en un sentido diametralmente opuesto a la propuesta de eliminar la parte proporcional de la ley electoral: a la luz de lo dicho anteriormente, es evidente que es la representación proporcional, y no la de mayoría relativa, la que verdaderamente asegura mayores posibilidades de representación de la voluntad de los electores. Y, en consecuencia, más que eliminarla habría que aumentarla o inclusive —me doy cuenta de nadar contra la corriente— construir todo el sistema electoral sobre una base proporcional. La otra observación se refiere al modelo de elección establecido para la parte proporcional de la ley electoral. Un modelo, vale la pena subrayarlo, abiertamente antidemocrático, porque al elector se le priva de la posibilidad de elegir entre los candidatos presentes en las listas preparadas por los partidos políticos. Es notorio, en efecto, que la asignación de los escaños se hace siguiendo el orden progresivo que los candidatos ocupan en la lista. Si, un partido obtiene 5 diputados en una circunscripción, los escaños se les atribuyen a los candidatos que ocupan los primeros 5 lugares de la lista, sin que el elector pueda optar, supongamos, por el candidato que ocupa el lugar 20. El modelo proporcional, en pocas palabras, es de listas cerradas (o bloqueadas), y no, como sucede en otros países, abiertas. Sobre este último factor, al menos, la opinión pública debería ser puesta al corriente, en una discusión más amplia y profunda acerca de la sobrerrepresentación y en general acerca de la participación ciudadana en la vida pública.
Por todo lo anterior estoy convencido que sería saludable para nuestro sistema democrático una discusión abierta hacia todas las reglas del juego, y no solo, como parece en este caso, a uno de sus efectos. Una discusión, agrego, que se debería extender más allá del momento contingente para no generar sospechas en un sentido u otro. Una discusión que supere los intereses particulares y que se proponga, en serio, mejorar una democracia que no logra, a pesar de los logros que se han alcanzado, consolidarse como tal. Una discusión acerca de la democracia que, no me cabe la menor duda, terminaría en alguna medida por reflejarse en un mayor acercamiento de los ciudadanos a la esfera pública y, en consecuencia, podría crear las condiciones para que los partidos dejen de ser eso en lo que se han convertido: en entidades parapúblicas en las que las cúpulas emprenden batallas encarnizadas para alcanzar objetivos, con el uso del poder público, que no coinciden con los intereses de la colectividad, con los bienes públicos, sino todo lo contrario.
Adrián Rentería Díaz. Doctor en filosofía analítica y teoría general del derecho por la Universidad de Milán; profesor de filosofía del derecho en la Università degli studi dell’Insubria (Como, Italia). https://eljuegodelacorte.nexos.com.mx